CUENTOS DE JAVI R.



EL ANUNCIO


Llamaron a la puerta a una hora intempestiva, así que deduje que sería mi vecina de al lado, una pesada de muy malas pulgas, viniendo con alguna de sus monsergas oscuras sobre lo que nos tima el admisintrador de la finca. Era imposible no abrir, porque un momento antes nos habíamos cruzado por la escalera. Yo subía a casa y ella bajaba a pasear a la perra, y así por hablar de algo le solté un comentario muy imprudente, casi temerario, que venía a decir algo así como “me voy a pasar en casa encerrado toooda la tarde”. Así que no tuve escapatoria y abrí.

Estaba equivocado. Afortunadamente no era mi vecina, sino la muerte, la mismísima muerte, completamente reconocible hasta el tópico, con su guadaña, su capa negra con capucha, y su cara inexistente.

Sin mediar palabra por su parte le dije que se había confundido, y que no sabía a cual de mis decrépitos vecinos había venido a buscar, pero que tenía un amplio abanico a su disposición. El día anterior sin ir más lejos ví a mi vecina del 5º echar los bofes mietras subía las escaleras cargada con un par de bolsas de la compra, unos rulos en la cabeza y unas varices que parecía que quisieran escaparse de aquellas piernas amoratadas y gruesas. De hecho, mientras le subía yo las bolsas –siempre he sido un caballero- pensaba en por cuánto venderían el piso sus herederos, y que tal vez me quedaría un bonito duplex si lo uniese con el
mío. Tan bonito, que tuve la tentación de devolverle las bolsas, para que lo que tuviese que pasar, pasase cuanto antes, que vaya ganas de prolongarle el sufrimiento a esas varices. No lo hice por miedo a que se quedara allí mismo y me reconcomiera la culpa, pero en todo caso estimé que aquella señora no iba a durar más de una semana o dos.

El caso es que la muerte, con aquella voz de ultratumba (no esperaba menos), me soltó que ella nunca se confunde, y que había venido a anunciarme mi propia muerte.

¿Ya? - pregunté incrédulo-, ¿Y tiene que ser ahora mismo, antes de cenar? Pues me viene fatal. Tengo un salmón a la plancha que es una pena que se pierda, y encima viviendo solo, si dejamos ahí el salmón los vecinos van a detectar antes el olor del pescado que el de mi propio cadáver, y no me parece serio.

No –me dijo- no vengo a llevarte ahora, yo nunca me llevo a nadie, eso es un bulo que no sé a qué viene. Yo a lo único que vengo es a comunicarte la fecha de tu muerte. Exactamente dos meses y dieciséis días a contar a partir de la mañana siguiente. Sólo le faltó decir “...a la publicación de este anuncio en el BOE”. De verdad, qué precisión más fría. Siempre había pensado que si alguien me anunciaba mi próxima muerte sería como en las series de hospitales, poniéndome la mano en un hombro y diciéndome con serenidad y compungimiento algo así como “te quedan unas semanas, quizá unos meses...”, algo que deje lugar a algún tipo de duda. Pero en este anuncio había algo de matemático que me producía escalofríos. Estaba claro que no cabía error posible. Me quedaban dos meses y dieciséis días de vida.

No hubo turno de ruegos ni preguntas. Sencillamente se esfumó y me dejó allí, con la puerta y la boca abiertas de par en par, hasta que un olorcillo a salmón quemado me hizo reaccionar.

Lo primero que hice fue buscar un calendario y contar los días para ver cual era la fecha concreta. 13 de mayo, conté. Caía en jueves, y me pareció muy injusto quedarme sin fin de semana y morirme en un día tan anodino, aunque por otra parte eso me permitía ver el partido de champions del miércoles, una semifinal, para mas INRI. Me conformé porque en ese periodo no tenía previsto ningún viaje en avión. Siempre me han dado pánico los aviones, y nada me causaría más desasosiego que saber que voy a morir en uno.

Curiosamente no pensé en las cosas que iba a echar de menos una vez muerto, sino en lo que iba a hacer durante esos dos meses y medio que me quedaban. Me asaltaban un buen puñado de dudas: decírselo o no a mis familiares y amigos, hacer como si nada y seguir una vida normal o aprovechar para hacer cosas que siempre habría querido hacer, pedir un prestamo y gastarlo a todo trapo o donar mis bienes a obras benéficas por si acaso había un cielo que ganarse a última hora... El caso es que pasé un par de semanas enfrascado en tales disyuntivas, hasta que por fin conseguí verle un lado, un gran lado diría yo, positivo al asunto:

Que la palme seguro dentro de dos meses –pensé- quiere decir que sólo me quedan dos meses, efectivamente, pero también quiere decir que, haga lo que haga, no voy a palmarla hasta dentro de dos meses. Así que durante dos meses soy inmortal. ¿Quién puede decir algo así?

En ese momento se me pasaron por la cabeza toda clase de ideas disparatadas: tirarme desde lo más alto del puente colgante, atracar un banco a punta de pistola, decirle a mi vecina que soy yo, y no el administrador, el que la estafa siempre que puede, quemar Zubiarte y la facultad de arquitectura de Donosti... en fin, cosas que siempre he soñado hacer. Sin embargo inmediatamente pensé que podía ser inmortal, pero nadie me garantizaba que no fuera a quedar herido grave, o a pasar lo que me quedaba de vida en el calabozo, o torturado por mi vecina. Así que había que andarse con ojo.

Pensé también en vender el piso y gastarme la pasta en la buena vida, un viaje, un buen coche, unas vacaciones de superlujo en el caribe… pero dos meses son poco tiempo para todos los trámites. Encuentra comprador, ponte de acuerdo en el precio, que hablen con el banco, que tasen el piso, que se firme el contrato, levanta la hipoteca… y al entierro. No me daría tiempo a nada. Otra idea deshechada.

Mi cuenta corriente nunca ha sido un pozo de abundancia, y especialmente durante el último año en que había descuidado un poco el plan de ahorro, estaba bajo mínimos y apenas si podía llegar a fin de mes, así que tampoco es que me pudiera permitir dejar el trabajo de la noche a la mañana. Eso sí, si llamaba algún cliente impertinente metiéndome prisa para que le entregase su trabajo, le mandaba sin miramientos a freír espárragos ante la atónita mirada de mi jefa. Descubrí que cuando tratas a la gente de esa manera se vuelven dóciles y sumisos, y luego agradecen el doble cualquier pequeño gesto amable. Llevaba tantos años intentando sonreir y ser simpático, que aquello fue para mí como una revelación. Poco a poco le fui cogiendo el gusto y me fui volviendo cada vez más arisco, insolidario, incívico y antipático. Si iba de pie en el metro y alguien se levantaba para ceder el asiento a una anciana, inmediatamente yo me apropiaba del sitio vacío. La gente es muy poco atrevida ante estas cosas, refunfuña de espaldas, pero rara vez te dice algo a la cara. Empecé a aparcar en doble fila, en aparcamientos reservados a minusválidos, o delante de puertas de garaje en cuanto tenía la oportunidad, aunque al lado hubiese un sitio libre, por el mero placer de jorobar. Las multas no me preocupaban, y no me iban a meter en la carcel por esas nimiedades.

Poco a poco fui pasando a mayores. Ser simplemente odioso se me quedaba corto. Cada vez encontraba más placer en ser realmente una mala persona. La envidia sana que sentía por mi vecino del 3º, cuya familia era ejemplar y su matrimonio un prodigio de la convicencia serena, se volvió envidia insana como por arte de magia, así que de la misma manera, como por arte de magia, un día apareció en su ordenador un e-mail en el que “alguien” le decía a su mujer que aquello tenía que acabar. Que habían sido años de felicidad, pero que su corazón no aguantaba más compartirla con su marido, a pesar de las veces que ella le había dicho que sólo estaba con él por lástima. El golpe sublime estuvo en firmar ese mail con el nombre de su mejor amigo. A partir de ese momento les oí gritar una noche sí y otra también, mientras yo me regodeaba desde mi habitación.

En mi trabajo siempre he estado a gusto. Me he sentido valorado y razonablemente satisfecho. Sin embargo, en cuanto cobré el que iba a ser el último sueldo de mi vida, dejé de ir a trabajar, sin importarme lo más mínimo dejar empantanados varios trabajos sumamente importantes para la supervivencia de la empresa, e incluso llegué a llamar a un par de clientes, a los más importantes, para anunciarles la ruptura total y unilateral de nuestras relaciones con ellos. Cuando me llamaban los gerentes para preguntar el porqué de tan repentina decisión, les soltaba cualquier barbaridad. A uno de ellos le dije que no podíamos admitir que su comercial – un joven que siempre me había parecido encantador - viniera borracho a las reuniones, vamos, la primera mentira que se me ocurrió, y que seguramente tendría efectos nefastos no sólo en mi empresa, sino en el pobre comercial.

Lo curioso es que en ningún momento sentí el más mínimo esbozo de culpabilidad. Todo me salía con una naturalidad pasmosa, como si mi verdadera personalidad fuera esa, y hubiese estado agazapada durante años, esperando una oportunidad para darse a conocer.

Durante los últimos días mi mala fama fue creciendo hasta estar a punto de ser nombrado persona non grata en la ciudad. Yo hacía una vida normal, relativamente, pero notaba que la gente, sin llegar a perderme el respeto, me miraban con desprecio y una pizca de miedo.

Por fin, en un suspiro, llegó el famoso día 13 de mayo. Por cierto, no pude ver la famosa semifinal de champions el día anterior porque volé con explosivos el repetidor que da señal a toda la ciudad. Por lo que dijeron en las noticias, aquello debió ser peor que si hubiera estallado la guerra.

El caso es que decidí no salir de casa y morirme tranquilamente tumbado en el sofá. Ultimamente había recibido varias amenazas de muerte –aparte de la de verdad-, y lo más probable, sobre todo después de lo de anoche, es que si salía a la calle acabase cosido a navajazos en algún callejón. No me parecía una muerte nada elegante, así que en vista de que no estaba el horno para bollos, preferí tomarme mi último te, y quedarme tranquilamente viendo la tele hasta que mi corazón dejara de latir. A punto estuvo de hacerlo un par de veces oyendo vociferar a Belén Esteban, pero se ve que es más fuerte de lo que pensaba, y resistió.

Poco después debí quedarme dormido, y cuando me desperté, con la modorra de las siestas demasiado largas y un programa sobre predicciones tarotianas en la tele, miré el reloj y habían pasado de largo las doce de la noche. Ya no era 13 de mayo, sino 14, y yo seguía allí. Me levanté confuso a mirar por la ventana. En la calle la gente parecía llevar el ritmo habitual de las noches tranquilas, alguna persona paseando al perro, algún coche que pasaba, todo normal. Me entró pánico, quizas todo había sido una broma, o una mentira, o una extraña campaña publicitaria tal vez, pero el caso es que la calle, la ciudad entera estaba dispuesta a odiarme y a hacerme la vida imposible el resto de mis días.

En esas estaba, cuando me giré y vi mi cuerpo, que seguía tumbado en el sofá, en la misma posición en la que recordaba haberme quedado dormido. Me acerqué, y solo cuando comprobé que no respiraba, sentí un alivio y un bienestar profundo, eterno.

Javier Regalado

Noviembre 2010